SANTA MARIA DEGUADALUPE
Evangelio
Lucas 1, 39-48
En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judea.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?
Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz tú por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz.
Palabra del Señor
La Guadalupana, la Guadalupana, bajó al Tepeyac…
Es el canto que entonamos siempre a la morenita, nuestra Madre: celebramos este día a Santa María de Guadalupe, nuestra Señora del Adviento. En el corazón de este tiempo que nos dispone al nacimiento de Jesús, recordamos su aparición entre nosotros, presencia que hace llegar el Evangelio; Ella es la visita portadora del Verbo hecho carne, que nos hace saltar de gozo al experimentar su presencia liberadora.
En la colina del Tepeyac, se apareció a Juan Diego, presentándose como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive”. Una nueva visitación, como fue a la montaña de Judea de visita con su parienta Isabel, ahora corre presurosa a abrazar a nuestro pueblo, pueblo que nacía de un dramático encuentro. Llega como una «gran señal aparecida en el cielo … mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies» asumiendo en su imagen los símbolos culturales y religiosos de los pueblos originarios y entregando a todos como admirable misionera el don de su Hijo. Portadora del don del Evangelio, es ocasión de gozo y esperanza para tantos pueblos que por ella se abrieron a su anuncio. Con ella, mujer preñada de vida y salvación, se hace presente el verdadero Dios por quien se vive; en ella, María Santísima, Inmaculada encinta llega a Juan Diego y en él a los pueblos antiguos y nuevos, la buena nueva de la dignidad filial de todos: ahora todos hijos de un mismo Padre, hermanados en Jesucristo.
Nos visitó y quiso quedarse con nosotros. Deja su imagen en la tilma del vidente y mensajero, para estar siempre presente entre nosotros, símbolo de la alianza de María con nuestra raza, a la que da alma y ternura. Por su intercesión la fe cristiana viene a ser el rico tesoro del alma de nuestros pueblos, cuya perla preciosa es Jesucristo. Expresión de esto, los sacramentos, la fe, la esperanza y la caridad de los fieles, la piedad popular y el talante religioso que se muestra en la conciencia de la dignidad de la persona humana, en el anhelo de justicia, en la solidaridad con los que menos tienen y los que sufren, en la esperanza y en la construcción de la paz.
Nosotros continuamos alabando a Dios por las maravillas que obra en la vida de nuestros pueblos; Dios, que “ha ocultado estas cosas a sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón”.
Dios realiza maravillas en María y ella reconoce su actuar en la historia: exalta a los humildes y abandona a los poderosos; el poder, la soberbia, la riqueza son destruidos y Dios se complace en subvertir las cosas, enalteciendo a los humildes, auxiliando a los pobres y pequeños, colmando de bienes, bendiciones y esperanza a los confiados en su misericordia, por siempre. Este “magnificat” de María nos lleva a las bienaventuranzas, el proyecto de Jesús, y corazón del Evangelio.
En este día, motivados así, pedimos la gracia de que el futuro de nuestros pueblos sea trabajado, construido, por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, “porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Ponemos todos nuestros anhelos, nuestra esperanza, en el altar, sabiendo que el Señor Jesucristo es el único Señor, el “libertador” de todas nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él nos llama a vivir la verdadera vida, una vida humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos» (Ap 21,1).
Y suplicamos a la Santísima Virgen María, en su advocación guadalupana –a la Madre de Dios, a la Reina y Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, niña mía, como la llamó Juan Diego, le suplicamos que acompañe, auxilie y proteja a nuestro pueblo. Que lleve de la mano a todos los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor; que Ella nos vuelva a hablar al corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, ¿por qué tienes miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?
¡Feliz Fiesta!
¡Paz y Bien!
Fr. Arturo Ríos Lara, ofm
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